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AL MAESTRO CON CARIÑO
Por: BERNARDINO RODRÍGUEZ C.
Enseñaba matemáticas, ese curso que a la mayoría de alumnos resultaba
temido. Sin embargo,
sus ex alumnos siempre lo recuerdan bien. El autor de este milagro se llamó
Carlos Cuba Valdivia. Un personaje ejemplar, cuyo
nombre llena una prolongada época en Mollendo, ciudad a la que muy
joven hizo suya y en la que terminó siendo tronco de
una distinguida familia porteña, vecino notable, dirigente institucional, alcalde, maestro querido y amigo al alcance de
todos. En
las húmedas madrugadas de invierno, cuando la bruma proveniente del mar
envuelve las casas del pueblo, esperaba en la suya a los alumnos que en
clase había citado. Tenía que hacerlos practicar para que mejoren su
rendimiento en el colegio y nada mejor, según decía, que la mañana
fresca y la mente despejada. Academia de nivelación gratuita que a
veces, cuando el tiempo ganaba al estudiante, incluía desayuno. Sus
ex alumnos que bien pueden sumar algunos miles, hoy desperdigados por el
mundo, recién están tomando conocimiento y lamentándose de su
reciente desaparición en la ciudad de Arequipa. Sean ministros,
generales, parlamentarios, deportistas famosos, doctores o estibadores
del puerto, a ninguno jamás olvidó. Nunca sancionó por indisciplina. No era necesario. Sin
necesidad siquiera de poner el rostro adusto imponía su serena
personalidad sobre tanto palomilla enfundado en uniforme. Con una sorna
que cubría en realidad una admiración le llamaban “el mago”, por
la sencillez como resolvía los problemas de números en la pizarra. Era
un profesor de bolsudo maletín de cuero, de esos que se usaban antes,
repleto de pruebas, libros y calificaciones.
Enseñaba pegado a la pizarra, pues en matemáticas no cabe el
“floro”, como le llamarían los muchachos de hoy.
Siempre atento y
respetuoso a la pregunta del alumno para absolverla. Hasta en los
pasadizos del colegio, en horas de descanso, aceptaba el diálogo sin
aburrimiento. Su
figura rechoncha ya en los
años maduros, vestida siempre de terno aunque con algunas discretas
manchas blancas del polvillo de la tiza, fue clásica por muchas décadas
en el “Deán Valdivia”; desde los tiempos del
local apolillado de la calle Comercio hasta el complejo educativo
actual en donde llegó a director. Allí mostró otra faceta diferente a
la de sus antecesores. Entablaba diálogo con los alumnos en sus aulas
en vez de apoltronarse en su sillón. Mientras todos estaban en clases,
manos atrás y paso lento, como un fantasma caminaba por los pasillos,
escuchaba desde afuera al profesor y asomaba a cualquier aula;
demostraba estar bien informado del rendimiento promedio de ese grupo de
escolares al que caía de sorpresa, su puntualidad y su conducta. Juan
Pechiarovich, un maestro jovial de los años sesenta, refería una vez
que pasaron una velada celebratoria en el Club de Tiro con presencia del
director, pero éste al día siguiente sancionó a todos los que
llegaron tarde o faltaron.
Su explicación fue simple, lógica y concreta: Los maestros son dueños
de sus horas libres, pero lo que hagan en ellas no puede comprometer las
horas de enseñanza a los alumnos; ni siquiera porque se divirtieron con
el director. Sus
arengas en el patio de honor, a poco de los exámenes finales, tenían
la sutileza de calar hondo
en una inquieta multitud juvenil, a la que generalmente desagradaba
tanta monserga y farragosas llamadas de atención. Empezaba hablando del
buen clima que ya estaba viviéndose y de la proximidad del verano,
luego de la cercanía del fin del año escolar. Los espera la playa, decía.
Luego enfilaba al propósito de su mensaje. Hay que estudiar estos pocos
días, queridos alumnos, para no malograr las vacaciones con cursos de
recuperación o, lo que es peor, perder el año. Mucho cuidado que todo
depende de estos días, no del día del examen. A
los que estaban mal en notas, les decía que a esas alturas no les pedía
quince ni veinte. Con once también se aprueba y se salva un curso. ¡Qué
once! –se corregía- diez
y medio es suficiente. No me digan que no pueden. Pero para eso, para
una vacación feliz, hay que hacer en estos cortos días solamente tres
cosas: Estudiar, estudiar y estudiar. Verdaderamente todos salían
motivados. Su
prestigio llegó de algún modo a Arequipa y fue trasladado a la dirección
de la Gran Unidad “Mariano Melgar”.
Los maestros estaban encantados con él en el nuevo centro
educativo. Don Carlitos, para arriba y don Carlitos, para abajo. Pero
luego fue nombrado subdirector de la IV Región de Educación. A la
dirección, como se sabe, no llegan los mejores maestros, habitualmente
es un nombramiento político. Pero en cuanto se jubiló se regresó a
Mollendo, su tierra adoptiva a la que ya tenía muy metida en el corazón. En
efecto, fue un hombre querendón
de este terruño al que vino muy muchacho y soltero y lo conoció de
calles polvorientas y desniveladas, casuchas de madera y calamina, de
lomas verdes, de muelle y de “donke”. A esa bella dama mollendina que fue doña
Maruja Salerno, su esposa,
se debe sin duda su resolución de quedarse por el resto de su
existencia. Volvió,
pero para seguir siendo útil.
A todos pareció muy bien que el gobierno de Morales Bermúdez lo
hiciera alcalde, aunque el chismorreo local, tan común desde siempre,
decía que algunos militares
ex alumnos suyos fueron los de esa iniciativa. Allí dictó otra lección
poco reconocida, ya no de matemáticas sino de civismo y sentido común. No
eran ya tiempos de bonanza en el país y la suya fue una gestión sin
dinero. Lejos de resignarse, supo tocar las puertas adecuadas para
recibir apoyo logístico y abrir nuevas playas al sur, más allá de la
primera y la segunda y consecuentemente aumentó el turismo. Remplazó
las antihigiénicas carpas por las sombrillas. Se hizo recibir por el
Presidente de la República, y llevó con él a los dirigentes de bases,
asegurando con su gestión el mejoramiento de agua y desagüe, la
ampliación de Matarani, etc.
Su
prestigio de viejo y ejemplar educador ya era reconocido en la región,
cuando el segundo gobierno de Belaúnde le otorgó -quizás con más
justicia que nunca- las palmas magisteriales. Para entonces ya vivía en
el grato corazón de sus discípulos. Las copas se alzaron en su
alrededor en Lima, Arequipa y por supuesto en su Mollendo, para celebrar
este título nacional que todos ellos con orgullo sintieron suyo.
Henchido de regocijo, en una de esas celebraciones, alzó la suya y exclamó con sentido filosófico -Porque
nos vaya bien a todos, en este navegar por los mares de la vida. -Oiga
don Carlos –le objetamos- la tripulación ya está mareada de tanto
navegar. Acriollado
hasta los huesos, a contrapelo de su origen puneño, respondió con
chispa para la hilaridad general, -Es
cierto, ya está Bombay a la vista.
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