EL TESORO

Juan Novoa, obrero de la Construcción Civil, vivía con su familia en el asentamiento humano “La Esperanza”. Trabajaba temporadas cortas; las temporadas largas las pasaba en el Hospital, aquejado de fiebres persistentes.

Lucía Montañes, la mujer, la compañera, para sufragar estos gastos, lavaba ropa ajena, vendía fruta en jirones de mil cuadras. La jornada se iniciaba al rayar la aurora y se prolongaba hasta altas horas de la noche, cuando volvía al tabuco, donde sólo encontraba soledad; agujas de hielo filtrándose bajo la ropa vieja.

La pobreza en el clan se los Novoa, era un fardo que se transmitía con rigurosa puntualidad de padres a hijos, de abuelos a nietos, sin la más remota posibilidad de romper la cadena eslabonada de noches sin sosiego.

El hijo, José Novoa, miembro nato de la extrema pobreza; nació y creció entre harapos, desperdicios, mendrugos avinagrados. ¿Colegio? ¿para qué? Suficiente con que aprenda a leer y a dibujar su nombre –sentenció el padre, una noche que deliraba con 40 grados de fiebre.

Desde el día que se dio la sentencia inapelable, el benjamín de la familia, con los ojos cargados de sueños atrasados, abandona el cuartucho para recorrer los lugares céntricos en busca de trabajo.

El muchacho, con urgencias multiplicadas, necesitaba aportar centavos para apuntalar al padre, y para aliviar las fatigas montañosas de la madre.

La miseria envolvía a la familia, como un manto de hielo, como una neblina torturante; puertas cerradas a la esperanza… Y, el pan que ya no era de cada día, se alejaba de las manos a muchos años luz.

Lucia Montañes, la mujer heroica, cada día más flaca, hueso y pellejo, acosada por la tos; esa tos que sonaba como matraca infernal, hasta que una noche de pesadilla, la madre, faro que ilumina el mundo, cogió el bacín donde arroja sangre negra, espumosa, caliente. Heraldos espantosos de la muerte… La parca avanzando a mil horas por segundo. Un leve golpe de tos acabó con la existencia de la madre canonizada por el sufrimiento que fue el pan de cada día…

La mugre de la ropa, como lija implacable, pulverizó los pulmones de la madre, de la mujer que no tuvo niñez, que se resignó a llevar sobre los débiles hombros la pesada carga de la responsabilidad.

El cielo terminó de desplomarse en el hogar de los Novoa, la noche que Juan Novoa abandonó la tierra y volvió al polvo del cual fue hecho. La muerte significó para el artesano, la liberación total de los martirios diurnos, de los gélidos pasajes nocturnos.

José Novoa, frente al padre muerto, entendió con pasmosa claridad, que a él también los bacilos, las voraces polillas, le destrozarían los pulmones. Acorralado por el terror, se sintió perdido en la selva de cemento, ante la total indiferencia del cielo y de la tierra.

En pavorosa sucesión de pesadillas, José Novoa, convencido de que estaba condenado a vivir, superando horas de tribulación, con calaminas viejas, cartones, cuartones apolillados, levantó un cuarto en el asentamiento humano, “Resurrección”

Motivado por urgencias impostergables, Novoa madrugaba para visitar los mercados donde al fin de muchos trajines, contactó con las señoras que levantaban los puestos de fruta; tabla de salvación en el proceloso mar de la vida. Entusiasmado por la confianza y el buen trato que le brindaban las señoras del mercado, Novoa puntualmente asistía al compromiso.

Una mañana que se desplazaba por una calle céntrica, por segundos se detuvo a observar el ajetreo de los trabajadores frente a los materiales de construcción. El que dirigía la obra, lo llamó con un ademán, para decirle si quería trabajar, si disponía de tiempo. El milagro según pensó, no podía ser sino la mano de la madre que guiaba sus pasos. Se trataba de un techamiento en el tercer piso de un edificio.

Batir mezcla no era juego de niños, llevar sobre el hombro cubos repletos de material, por una gradería infernal, no era cuestión de broma. Duro era el trabajo, duro era ser pobre; más duro, hacer frente a la vida. Lamentablemente el hijo de Juan Novoa estaba obligado a seguir adelante; considerando que seguir adelante no era otra cosa que aceptar estoicamente las agotadoras jornadas, a cambio de monedas que de ninguna manera compensaban el esfuerzo.

Culminada la faena, José Novoa, junto al salario, recibió la amistad y el aprecio de los amigos que ofrecieron tenerlo en cuenta para futuros compromisos.

Plenamente identificado con el gremio del andamio, Novoa cambió las calaminas arrojó las camisas desteñidas, puso atención especial en el pan de cada día.

Cuando escaseaban las labores del cemento y del cascajo, el novel albañil se defendía con la brocha, con la ferrería, apoyado en los amigos que lo orientaban en esos menesteres.

Por las tardes, libre de preocupaciones, para combatir el hastío recorría las calles, los principales jirones de la urbe. Gozaba mirando las vitrinas, leyendo los titulares de la prensa. Al declinar el sol, volvía al asentamiento provisto de un palo que le servía par defenderse de los perros.

Siguiendo la rutina, camino a la morada, José Novoa consultó al cielo y el sol que declinaba le dijo que era temprano, que no había apremio. Considerando entonces, que podía tomarse unos minutos de descanso, tomó asiento en una piedra ubicada a un costado del campo deportivo.

A modo de pasatiempo, con el palo comenzó a hurgar el suelo, el despreocupado ocupante del asentamiento. Sonreía mirando los arabescos que aparecían en el polvo. De pronto para sorpresa del caminante, el palo, sin mucho esfuerzo, se hundió hasta la empuñadura. Guiado simplemente por la curiosidad, siguió removiendo la tierra hasta abrir un forado en cuyo fondo tocó algo que sugería cuero o tela resistente. En ese momento, para el artesano se paralizó el mundo. El corazón le latía como reloj descontrolado.

Sin medir lo que le podía ocurrir o lo que ya estaba ocurriendo, aturdido por músicas extrañas, con ayuda del palo, el albañil rompió la resistencia.

El campo deportivo, como raras veces sucedía, esa tarde se encontraba totalmente  desierto. Guiado por repentino nerviosismo y sobretodo obsesiva curiosidad, el hombre metió el brazo  hasta la axila. En el fondo, los dedos se movieron guiados por una inteligencia sobrehumana. Considerando que todo estaba de su lado, dominado por fuerzas superiores, empuñó lo que avarientos dedos pudieron abarcar. Sacó la mano, la llevó hasta la altura de los ojos… eran monedas amarillas, dignas joyas para el deleite de un avaro. Dos, tres, cuatro veces, el mortal sujeto repitió la operación hasta que el cerebro nublado por fiebres repentinas se llenó de humo; las piernas temblaron, como las nefastas horas del techamiento.

Ofuscado por lo que no alcanzaba a entender, sin conciencia plena de los movimientos que ejecutaba, el singular elegido por los dioses, tapó el hueco disimulando la brecha con la tierra, tomando nota del lugar que ocupaba la piedra.

Con los pies bien puestos sobre el planeta, Novoa consideró que había realizado una labor extraordinaria. Ligeramente mareado por los inesperados giros de la suerte, se retiró mirando en todas direcciones como si hubiera cometido un ilícito. A corta distancia se detuvo; pensando que el momento era propicio quiso volver a sacar lo que dormía bajo el suelo… No, no; no era prudente tentar al diablo. No había apuro, será otro día; se impuso la cordura.

José Novoa, hijo de Juan Novoa que murió acribillado por las fiebres, de Lucía Montañes que voló al cielo, el hijo que nació y creció en el corazón de la pobreza extrema; que soportó los embates despiadados del frío, del hambre y la miseria, por mandato de la madre, estaba a punto de abandonar el sórdido tabuco, de hacer a un lado y para siempre los días nublados, las noches polares.

Desde el momento que las veleidades de la vida en el camino de luminosos horizontes, el futuro se convirtió en indescifrable obsesión. Por momentos lo asaltaba la peregrina idea de gritar, reír, buscar a los amigos, pobres como él, para compartir la felicidad que siempre le fue esquiva. En largas horas de insomnio, el albañil pensaba en lo que le faltaba por sacar, en lo que tenía asegurado bajo las mantas. A todo lo que sucedía a grandes velocidades, se agregaban disparatadas conjeturas: ¿podría con esas monedas comprar alimentos en el mercado? ¿Podría él solo llevar a buen término la inesperada empresa? La ambición, como madre de todas las desdichas, le hacía ver fantasmas dentro y fuera de la covacha… Calmados los encabritados ánimos, revisaba la corta lista de sus amigos y conocidos. Al final, no encontraba ninguno capaz de apoyarlo con nobleza… La extraña voz que cambiaba de tono a cada segundo le repetía que tratándose de dinero, de riquezas que cambian el curso de la vida, la codicia que duerme en el corazón del hombre, es capaz de todas las infamias. Los amigos podrían engañarlo, estafarlo, asaltarlo durante la noche, victimarlo…

El cerebro del artesano José Novoa, convertido en fragua de ideas contrapuestas, funcionaba a velocidades de locura… De no contar con nada, a disponer a manos llenas, era para alterar al más cuerdo.

Después de obligadas marchas y contramarchas, rogando a la madre muerta, serenidad, cordura, tendido en el camastro, el artesano decidió visitar al vecino zapatero Modesto Salas. Acudiría portando una moneda, como quien solicita un servicio. Como parte de la tarea, la compañía era valiosa.

Modesto Salas, con gesto de pocos amigos, recibió a Novoa, con clara demostración de mala voluntad, tendió la mano; pero, cuando vio la codiciada pieza, cambió de expresión como por arte de ensalmo. Haciendo a un lado la obra que tenía entre manos, cogió la moneda, la miró por uno y otro lado, luego dijo:

- ¿Oro? Parece oro. ¿Cómo llegó a tus manos? ¿Dónde la robaste?

- Me ofende amigo Salas. No soy ladrón. La encontré esta mañana en las afueras del mercado. Vengo en busca de ayuda para saber si es oro y cuánto dan al cambio. ¿Podría usted acompañarme?

Después de breve dialogo, los artesanos salieron en busca de solución al problema. En el recorrido encontraron una tienda con un letrero que rezaba “El Rubí”.

Tras el mostrador se encontraba un joven manipulando un objeto con ayuda de una lupa. El dependiente o propietario, al observar el aspecto poco recomendable de los visitantes, en tono despectivo, preguntó:

- ¿Qué hay? ¿Se les ofrece algo?

Por toda respuesta Novoa sacó la moneda del bolsillo, colocándola sobre el tablero expuso:

- Queremos saber si es oro y cuánto dan al cambio.

El hombre del negocio miró atentamente la joya. La ambición danzó en los ojos. Por la forma súbita como reaccionó el que atendía el establecimiento, albañil y zapatero, descubrieron que era oro.

El orfebre, superando la torpeza, tomó la pieza entre los dedos, con la displicencia del que maneja un objeto de ínfimo valor expresó:

- Es oro; es oro, pero de muy baja ley. Al cambio, no le dan más allá de quince monedas de uso corriente. Si han venido a venderla, la compro en este momento. Compro la cantidad que tengan.

- No –dijo Novoa- solamente nos interesa saber si es oro. Podemos regresar hoy o mañana. ¿Se debe algo por el servicio?

- No, no es nada. Vayan tranquilos, si se animan, los espero.

Al abandonar el establecimiento, Novoa pensó en la primera parte del asunto se había resuelto fácilmente. Pensó también que el sencillo trámite, bien pudo hacerlo solo.

Superado el primer paso, los artesanos tomaron la calle de vuelta al barrio, haciendo conjeturas, cada uno por su lado. El albañil caminaba casi en el aire, mientras el zapatero hacía gimnasia mental y a fuerza de dar vueltas a lo que tenía entre manos, llegaba a la conclusión de que el amigo mentía: “Si no la ha robado, la ha sacado de alguna parte y yo, como que me llamo Modesto Salas, tengo que descubrirlo a como dé lugar”. Embebido en inquietantes razonamientos, ni siquiera pensó ser gratificado por la compañía y el tiempo empleado.

José Novoa se despidió sin dar la mano, sin dar las gracias por el eficaz apoyo. Después de asegurar la puerta del tabuco, sentado sobre la cama, las ideas como cantáridas salvajes volvieron a danzar en el cerebro. ¿Esperar? ¿Aplazar la faena? ¿para qué?

Convencido que sus padres guiaban sus pasos desde el cielo. Novoa programó el día, la hora exacta que debía cruzar el arenal para sacar con mano firme las condenadas monedas que lo esperaban día y noche. Pero cuando creía que había dicho la última palabra, cuando consideraba que los obstáculos estaban superados, surgía como infernal fantasma, el demonio del cambio, la conversión sin despertar sospechas, comentarios, habladurías… En el supuesto de allanar las vallas, el dinero de uso común contante y sonante ¿Lo colocaría en un Banco, lo guardaría en un colchón?

Efectuado el cambio estaba obligado a vestir de manera diferente, abandonar el tabuco de calaminas viejas, de palos apolillados ¿era posible? El primero en lanzar el grito cargado de envidia, de mala fe, sería a no dudarlo Modesto Salas… ¿Viajar? Mientras más lejos, mejor. Por ejemplo a la capital, por ejemplo a otro país ¿Los trámites?

Al paso de las horas, de los días, el problema del cambio y el lugar donde debía depositarlo, se convirtieron en pesadillas, en trasgos que lo perseguían día y noche; en víboras bajo las mantas.

El condenado metal que representaba la llave para abrir el horizonte, para ingresar a un mundo sin hambre, por momentos se convertía en abierto camino a la locura. Vivía mejor acaso cuando la preocupación era levantarse temprano, acudir al mercado, comer dormir sin sobresaltos?

Jamás en el cerebro del artesano se habían dado cita ideas tan contrapuestas. Armándose de coraje, invocando el santo nombre de la madre, más temprano de lo acostumbrado, con paso largo Novoa cruzó el arenal con paso largo. Con mano febril separó la tierra y enseguida metió la mano hasta la axila como en días anteriores. Descontrolado por la fiebre de todos los días, el hijo de Lucía Montañes, no contó los viajes que realizó la mano. Por el peso de la bolsa, el artesano entendió que había realizado una faena extraordinaria. La presencia de alegres deportistas congeló el entusiasmo.

Considerando que en esas circunstancias, todos eran enemigos, mirado a los costados, Novoa, casi corriendo, como si lo persiguiera una manada de tigres, volvió al cuartucho, asegurando la puerta con gruesos palos… Dinero, plata que conduce a la felicidad; vara mágica que derriba fortalezas, que despeja el camino hacia la mesa de Epulón.

Alentado por el éxito de los viajes pasados, el artesano volvió al día siguiente, convencido de que sería el último esfuerzo.

Los dioses que juegan con el sueño de los hombres, torcieron el destino de Novoa. La piedra que servía de seña, no estaba donde el artesano la dejó el día anterior. El golpe fue mortal. La puñalada artera le cortó la respiración. La frente se pobló de arrugas, la boca se llenó de líquidos amargos, los ojos se tornaron blancos, como los ojos de carneros degollados. El cerebro se pobló de sombras, relámpagos, músicas infernales.. Segundo a segundo, el cuerpo se fue convirtiendo en lana, en hilachas de trapo viejo…

Vencido, totalmente derrotado, el artesano José Novoa se desplomó sobre el hueco abierto, totalmente vacío, registrado hasta la exageración. El saldo que Novoa dejó para ese día, había “volado”, se lo habían “robado”… Incapaz de soportar el golpe, el hijo de Lucía Montañes, cayó fulminado por un infarto que lo apartó definitivamente de la vida… Unas lágrimas descarriadas corrieron por los surcos de la cara… José Novoa, que nació como Jesús en un pesebre, que batió cerros de mezcla, que se apoderó de incontable cantidad de oro; de oro de su exclusiva propiedad, ¿murió rico?... ¿murió pobre?...

Días después, los diarios de la localidad informaron que “manos criminales incendiaron el cuarto del artesano José Novoa ubicado en el asentamiento humano “Resurrección” y el piso de la covacha fue removido hasta el último centímetro…

Jorge Noé Pérez Rodríguez

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