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Oración fúnebre ante los restos de Víctor
Raúl Haya de la Torre
por Andrés Townsend Ezcurra
5-8-1979
Compañero, Maestro y Jefe:
Aquí está, enorme y lacerado, el pueblo que tanto amaste y que tanto te
amó. Aquí estamos confundidos en el mismo dolor fraterno, los veteranos
y los jóvenes, los hombres y las mujeres, los que profesan el Apra y los
que, fuera de sus filas, tienen sentido de la grandeza que contigo se
va. Aquí están aquellos a quienes supiste inspirar una fe de
intensidades religiosas, aquellos que hicieron de la terca lealtad el
ademán de todos los días. Aquellos que sintiendo el aguijón de la
injusticia se volvieron a ti en demanda de tu brazo fuerte para su
defensa. Aquellos que aprendieron de ti a amar la libertad sobre todas
las cosas y a entender que ella se realiza en una sociedad sin oprimidos
ni opresores, sin explotadores ni explotados. Aquí está, innumerable y
dolido por tu ausencia, el pueblo que tanto amaste y que tanto te amó.
El pueblo que se niega a reconocer tu muerte y te aclama, en la yerta
soledad de tu féretro, como te aclamó tantas veces cuando en la vigorosa
plenitud de tus años lo arengaste con tu palabra prodigiosa. Aquí
estamos, empobrecidos y angustiados, porque, de hoy en adelante, nos
faltará tu sabiduría profética, tu arrollador impulso, tu inspiradora
presencia. Te vas con tu grandeza y nos quedamos sin ella. Nuestra
soledad es más grande que la tuya.
Para nuestro consuelo podemos afirmar que te vas como un triunfador.
Para el realista ingenuo, parecería que tu carrera quedó trunca porque
no alcanzaste la más alta magistratura de la república, que tantas veces
te dio el pueblo y que tantas veces te fue negada por la violencia o por
el fraude. Acaso el destino quiso ahorrar el quehacer rutinario y
prosaico del gobierno. Pero te reservó compensaciones invalorables.
Fuiste más presidente que muchos presidentes y mandaste más que muchos
mandatarios, porque tu autoridad se ejerció sin coerciones por el puro
ascendiente de una indiscutible autoridad moral y política. A tu voz, se
congregaban muchedumbres. A tu voz, se definían candidatos. Por tu
indicación fraternal, pero celosa, se dictaban leyes en beneficio de la
mayoría. Para defender tus ideas se lanzaron los héroes del Partido a su
hazaña y los mártires a su sacrificio. Clarividente, insobornable y
señera, la voz de Haya de la Torre acabó por ser la voz misma del Perú
profundo.
Eso lo sabías o lo adivinabas cuando, en las vísperas del año terrible
de 1932, lo dijiste en Trujillo: “Quienes han creído que la misión del
aprismo era llegar a Palacio, están equivocados. El camino que conduce a
él se compra con oro o se conquista con fusiles. Pero la misión del
aprismo era llegar a la conciencia del pueblo, antes que llegar a
Palacio. A la conciencia del pueblo se llega, como hemos llegado
nosotros, con la luz de una doctrina, con el profundo amor a una causa
de justicia, con el ejemplo glorioso del sacrificio. Sólo cuando se
llega a la conciencia del pueblo se gobierno, desde abajo o desde
arriba”. Aquí, en la gloriosa y dolida realidad de este pueblo que te
rodea, y del que llora tu muerte en todos los confines de la república,
comprobamos que sigues, hoy como ayer, gobernando y mandando sin
fusiles. Fuiste la expresión misma de la conciencia nacional. El Juez y
Fiscal de la Patria.
Pero se te amó sobre todo porque supiste amar. Tu lección de cincuenta
años no fue la del ideólogo que administra su doctrina con la frialdad
de un matemático que demuestra un teorema. Pusiste carne, pasión y
sangre en tus ideas. Y las pusiste, en la defensa de los humildes. Nadie
como tú, los atendió mejor. Nadie los quiso con más ahínco. Nadie se
esforzó de tantos modos, a través de la Reforma Universitaria, de la
organización sindical y obrera, de la Universidad Popular, del Partido,
por organizar su redención o su alivio. Fuiste el primero que articuló
una protesta en nombre de los pobres, de los marginados, de los
humildes. El primero que los rescató de su mundo oscuro y sin esperanzas
y les enseñó los caminos de la liberación cultural, gremial o
democrática. El primero que cuestionó el viejo orden de la oligarquía y
el imperialismo. Desde tu aparición en nuestra escena política, el
problema del poder dejó de ser una riña de oligarcas y la Justicia
Social una utopía inalcanzable. Contigo, el pueblo accedió
definitivamente al manejo de sus destinos. Tuvo su Partido y tuvo su
líder. Vio porvenir y luz en su horizonte. Supo decidir y reclamó
participar. Nadie pudo ignorarlo en adelante, salvo por el sistema
envilecedor y brutal de las tiranías, que siempre combatiste.
Fue tu hazaña crear de este modo, el más poderoso y espontáneo
instrumento de unidad nacional. Con afecto sin fronteras, reuniste en el
Apra a razas y clases, blancos, indios y cholos y negros, limeños y
provincianos, se fundieron por primera vez en una empresa de salvación
colectiva. Obreros, campesinos, clases medias, se organizaron en un
Partido de Trabajadores Manuales e Intelectuales, consagrado a la
defensa común de sus intereses que además de ser comunes, son
mayoritarios. Gracias a ti, gracias a tu obra Víctor Raúl, el Perú fue
más Perú, y la Patria madre y no madrastra de sus polícromos hijos. Le
diste a los humildes y ofendidos, por vez primera la sensación de
participar, de auspiciar un instrumento político de su creación y que
maneja con sus manos. Que el pueblo consume esta obra, es la tarea más
importante que nos dejas.
Importa señalar que este empeño, de esclarecimiento y de rebelión santa,
no se fundió en las hirvientes calderas del odio. Víctor Raúl la quiso
impulsada por el amor. Para ti, compañero, el hombre común no era el
simple guarismo electoral de los políticos cínicos, sino una realidad
dolorosa, a veces sangrante, que requería tanto de comprensión fraternal
como de mejoras económicas. La tuya, Jefe, fue una cátedra de
entendimiento y cariño.
Contigo, Maestro, se nos va el creador de la primera doctrina política
original de Indoamérica. Dejaste oír en épocas ensordecidas por la
presencia de ideologías rivales, amparadas por el poder imperial de las
superpotencias, la voz, temeraria en su audacia precursora, que afirmó
el camino propio de los países latinoamericanos hacia la Justicia
Social. Esta postulación resultó heroica en su época juvenil, cuando el
stalinismo sacerdotal y su colectivismo burocrático, exigían rendiciones
incondicionales de todos aquellos que se llamaran revolucionarios. Hoy
las tesis autonómicas de Víctor Raúl se encuentran en las corrientes
modernizadoras de la izquierda. Pero fue éste revolucionario
latinoamericano, provisto de las armas de la filosofía y de la ciencia
social, el primero que alzó con increíble coraje la bandera
emancipadora. De allí su tesis sobre los partidos no clasistas, sino del
pueblo y su valoración esencial del imperialismo. Ningún pensador
contemporáneo fijó, con tanta precisión y tan tempranamente la
importancia del imperialismo capitalista ni señaló, con más exactitud,
la estrategia y táctica de la liberación de los países subdesarrollados.
Su pensamiento político, congruente y maduro, forma una inseparable
unidad. Desde el ensayo definidor del Apra en 1927 hasta el discurso
inaugural de la Asamblea Constituyente del año pasado. No es posible
fragmentarlo, porque su interpretación coyuntural, que el Maestro
acometió en cada circunstancia de la historia, tiene valor de lección
magisterial e irrefutable.
Estoy seguro, compañero Jefe, que junto con nosotros, inclinan este día
sus banderas enlutadas los pueblos hermanos de América Latina. Porque
nadie, como tú, avizoró más claramente el problema de la unidad y la
defensa regional, la necesidad de federarnos en una Comunidad
Latinoamericana de Naciones, erigida sobre bases de Justicia y Libertad.
Fue tu empeño el más generoso y más zaherido por los realistas miopes.
La utopía aprista, predicada apostolarmente por ti, durante medio siglo,
se convirtió en necesidad vital de nuestra América para salvarse del
coloniaje y solventar su desarrollo integral. Con el nombre de
integración, la idea fue tan cara a ti, Víctor Raúl, que por ella
desafiaste la ilegalización del Partido y tu propia exclusión de una
competencia electoral en la que todo aseguraba la victoria. Estas ideas
tuyas, son ya credo común de pueblos y gobiernos de nuestro continente.
Para simbolizarlos creaste la primera bandera de la Unidad
Latinoamericana, que hoy acompaña, con la del Perú, los restos que
rodeamos. Fuiste, igualmente, un símbolo mundial de paz.
Compañero Jefe:
Llegaste como un victorioso al final de tu jornada. Más de un millón de
votos te ungió como el preferido de los pueblos en las elecciones para
la Asamblea Constituyente. Presidiste este cuerpo con dignidad, con
grandeza y con actividad infatigable. Tu cuerpo de luchador veterano se
esforzó por seguir las exigencias de una mente lúcida, que se había
propuesto servir al país y a la nueva Constitución. Te faltó el aliento
a medio camino, pero lo esencial de tu obra estaba hecho. Tu figura para
entonces tenía ya los perfiles del patriarca nacional, unánimemente
reconocido. Tu presencia era garantía de tránsito seguro a la
institucionalización definitiva de la democracia y la justicia social,
por esto tu recuerdo será un acicate para todos, amigos o adversarios, y
perseverar así en el alto propósito que consumió tu vida.
Para el Partido Aprista, en cuyo nombre hablo esta tarde, regirá,
indeclinable, tu exigencia de unión, que fue la última y rotunda del
postrer mensaje que enviaste a los compañeros el 6 del pasado mese de
julio. Para los adversarios, la invitación al diálogo y al juego limpio.
Para todos los peruanos, la seguridad que sólo un vasto esfuerzo
solidario podrá resolver nuestros gigantescos problemas. Para América
Latina tu mensaje de unión, como reverdecido y modernizado gajo del
tronco bolivariano.
Adiós compañero, adiós Jefe, adiós Maestro. Que el pueblo vele tu sueño
de titán caído, y luche, como tu luchaste, por la Libertad y la
Justicia. Que Dios acoja en su seno, tu alma grande de generador del
bien y del amor fraternal en esta tierra.
Te escoltan a la gloria las sombras de nuestros caídos. Sombras de los
mártires del 23 de mayo y de los fusilados de Chan Chan, sombras de los
ocho marineros y del cristianísmo Phillips, del heroico “Búfalo” y del
martir Manuel Arévalo. Sombras de Jiménez y sus compañeros; de Solano y
Zavaleta; de Juanito MacLean y de Amador Ríos; del sacrificado Negreiros,
sombras de los héroes anónimos cuyas vidas royeron hasta deshacerlas los
presidios y las torturas. Sombras del precursor González Prada y del
vidente Antenor Orrego, sombra gallarda y polémica de Manuel Seoane,
sombra de todos los hermanos y de todos sus pares Sandino y de
Mariátegui; sombra tutelar del Libertador que hoy preside este fúnebre
comicio; sombras de todos los que quisieron librarnos de la esclavitud,
la explotación, la pobreza.
Aquí está, con su dolor y su recuerdo, con su esperanza que nadie
marchita, negando a la muerte y a tu muerte, el pueblo, tu pueblo, el
pueblo que tanto amaste y que tanto te amó. El humilde, el valiente, el
sufrido pueblo del Perú.
Digamos como dice el pueblo.
Haya de la Torre ha muerto; pero su obra prosigue.
¡Viva el Apra! ¡El Apra nunca muere!
Andrés Townsend Ezcurra
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